Reconozco que nada me fue impuesto en la vida. Un cúmulo de años y distancias fueron tejiendo mi destino de andariego, de buceador de gente y de paisajes.
En 1937, sin ataduras, cargué mis bártulos: carpetas, lápices y colores, y remonté los ríos cercanos. En los puertos del Litoral siempre encontré amigos y más de un perro acompañó mis primeros días, en algún humilde rancho de alguna calle sin nombre, donde me ubique para salir a pintar, caballete en mano y una tela en blanco llena de esperanzas. La ingenua expresión de los niños sorprendidos en su inocencia me aportó los mejores temas.
Cuando en 1938 llegué al Paraguay, venía a documentar el aporte indígena al arte de las Misiones Jesuíticas y Franciscanas. Esta tarea que testimonié con cientos de dibujos, acuarelas y fotografías, la realicé en cinco años.
Me dejaba llevar, semanas en carretas por profundas huellas rojas atravesando desiertos y bosques, estaba atrapado como el viajero del siglo XIX, que buscaba recuerdos de épocas misioneras. Andanzas en burro y a caballo, me sorprendían en noches cerradas y llenas de peligro. Mi idea era recoger un olvidado y disperso mundo de arte guaraní. Era un tiempo ideal, pues se conservaban aún intactos templos con sus ornamentos, tallas y pinturas. Este material aún lo conservo y espero algún día poder publicarlo.
Pero Paraguay me dio algo más. Al mismo tiempo que recorría pueblos y compañías; desarrollé mi tarea como pintor. Con mi taller ambulante seguía recogiendo imágenes y vivencias: niños laboriosos y adolescentes con mirada ingenua poblaron mis cuadros.
Así tejía yo mis etapas sin prisa; como un soñador, lejos de la vida ciudadana, siempre buscando otro Norte.
Así fue que en 1946, mi brújula me llevó a Bahía y me ubiqué en los altos de un viejo sobrado que fuera residencia del Conde de Arcos, por 1815. Desde ese mirador llegaba a mí el bullente mundo de las callejuelas. Pintaba los chicos de las “ruas”, vendedores de suertes y de pájaros, portadores de nichos con los santos favoritos. Luego iría por meses a los candomblés, a pintar a las “iniciadas”. Mi emoción llegaba a tal punto que una noche casi entró al “terreiro” a danzar; pues ya sentía que el santo ya había caído sobre mi cabeza… Pero yo debía seguir pintando esas gentes; sus misterios y su culto afrobrasileño y así por tres largos años deambulé por esas barracas enterándome de extraños ritos.
Después, los barcos trotamundos del Brasil, gran continente de América, me llevaron a Pernambuco, Belem y Manaos. Mi hamaca se acunaba en ese lento viajar, hasta que en 1950, compré una canoa que me paseó por Manaos, espiando el mundo acuático y sus pobladores… Era mi casa andariega… Un muchacho remaba, me hacía café y pescaba, y amarraba junto a un enorme tronco, para pintar lavanderas o bocetar un paisaje reflejado en las turbias aguas del río negro. Un año y medio deambulé entre el caserío alto, con pasadizos de tablones aguardando las mareas diarias.
Toda esa suerte de intensa labor, en un clima ecuatorial, con lluvias gigantescas que nunca olvidaré, me llevó a otra aventura; internarme en la zona de selva más alta del continente, en Manicoré, sobre el río Madeira, el centro de América. Allí me fui por seis meses a pintar el cauchero. Casi parecía increíble que un ser de apenas 14 años, armado de machete, carabina y farol, se deslizara en esa maraña de eterno verdor, pisando un colchón de hojas secas; sin más compañía que su intuición y su fe en Dios: en la eterna noche, entre crujidos de ramas, lianas y sorpresas de serpientes, para extraer la savia de la “siringa”, el caucho, para ganar una muy precaria suma para subsistir.
Luego, otra vez, el Norte; Venezuela en 1955; a dibujar y pintar los obrajeros, a ver cómo las palancas desnudaban los rojos troncos. Allí, dentro de esos cascarones saltaban alacranes enormes… Todo estaba al acecho desde el crudo sol hasta las tremendas tormentas cuyos rayos cortaban el cielo en cientos de pedazos.
Este ha sido mi largo tiempo de pintor, deambulando por los recovecos más curiosos de América, desafiando toda suerte de peligros, llevando mi soledad a cuestas, observando los seres más extraños, selvas gigantes con el tremendo crujir de altas ramas, con sus ecos de extraños presagios, pueblos olvidados en el mapa de este gran continente, orquídeas en las horquetas de gigantescos árboles negros, muertos por un rayo.
Confieso que el verde amazónico nunca lo pude olvidar, viví atrapado por la naturaleza largos años. Esta suerte de vida influyó en mi pintura, que nunca pudo atarse a una forma preestablecida. Frecuentemente tenía que levantar anclas para buscar nuevos temas, no importaba qué tipo de aventura iba a asumir. Mi puerto siguiente estaba en el Pacífico; mi Norte se detuvo en la costa peruana, madre de todos los tiempos de América.
La costa peruana semeja una olvidada e inmensa geografía entre los cerros, con infinita nostalgia, la mirada descubre restos de andenería desgastada y bruñida por los vientos, huaycos y lluvias de inclemencia torrencial.
Profundas grietas calcinadas donde el silencio hizo mortaja y adormeció raíces de los tiempos primarios; los más fecundos, tiempos preincaicos, florece el espejismo en los desiertos de ondulantes dunas, y en el imprevisible caleidoscopio de las rutas geográficas aparecen graves paredones, pueblos devastados, templos derruidos bajo el sol. Más allá, en lo alto de pedregosos barrancos, domina la vista de un gran río seco, tatuado por las vetas de centenares de acequias que dejaron de manar sus fresquísimas aguas.
No obstante, el hombre, el artífice para quien al parecer no existen los secretos, aguarda en su invisible morada, el instante en que los dioses le devuelvan a sus pródigos dominios. El hombre que, transfigurado en su inmutable quietud, parece percibir las huellas reversibles del destino. Imaginemos un minúsculo sitio entre tantas naciones de esas costas, descendamos por esos palpitantes surcos cubiertos de la más pura arena. Continuemos la ruta, ingresando en su eterna morada custodiada por bastones labrados con imágenes en relieve: sapos, lagartijas, serpientes y monos. Un espeso sendero de hojas se interpone en la huaca. Apartemos la hojarasca de junco y pacae, y penetramos en el reino donde los ojos secos de zorros, búhos, cuis, perros y venados atestiguan la ronda de la más antigua merienda; junto a los platos repletos con ajíes, oyucos algarrobo, maní, maíz, camote y vasijas donde la chicha evaporó su morado brebaje. Un momento después, manos dobladas de hermetismo y soledad, rasgaran los velos de su ajuar funerario, romperán la máscara de felino de trapo y se iniciaba la mitológica celebración. Pero la abismada noche nos muestra aún sus personajes fosforescentes, y la cabeza falsa, decorada con turquesas, seguiría inmóvil hasta que un día el estremecimiento de la luz desde la fragua vivida de un sismo la volverá a la vida.
Era vivir muchas emociones juntas, a decir verdad fue en esos días de 1958, que comencé a hacer mis apuntes entrando por las puertas del tiempo. Empecé a alejarme de las cosas cotidianas. Estaba ya presente en mi algo así como una premonición; buscar el origen de esas antiguas culturas y transitar como un ser o un espíritu por las huellas de esa humanidad que vivió poblada de leyendas.
Un mundo palpitante de tejidos y cerámicas de los primeros siglos de nuestra era, estaban a mi disposición. Podía estudiar en varios museos de Lima. Era una especie de diccionario que me dejó entrever sus símbolos. Después, desiertos cementerios, ruinas, y contemplar estrellas. Bandadas inmensas de pelícanos retornando del Norte, cubriendo los últimos rayos dorados del sol; acostándose muy distante en el Pacífico. Así, adentrándome en la soledad del paisaje, reparando los perfiles de las altas cordilleras, hace muchas lunas, se me aparecieron los espíritus.
Recuerdo muchas madrugadas en Chancay, con la neblina cercana al mar, junto a olvidados y profanados cementerios de centurias; se me aparecían figuras extrañas, gestos que podía apreciar a muy corta distancia, música entrecortada de quenas y aullidos de perros que daban un increíble clima de misterio. Podía correr, alcanzar esas desdibujadas imágenes, cerrar los ojos y retenerlas.
Así empecé a pintar ese mundo perdido y olvidado; ya tenía una carga potencial. Así nació otro gran viaje a la fantasía. Después, ya eran amigos los símbolos, los personajes de las cerámicas se humanizaron penetrando en mi obra.
Estimados amigos, a manera de confesión, quisiera contarles lo misterioso que resulta el ser cuando llevado por manos inasibles, se desdobla y se aparta de todo lo cotidiano. Parecería que se entraba en un país sin retorno, allá entre laberintos, más debajo de las raíces del tiempo, en el mundo fosforescente de las tinieblas.
Apenas un trozo de madera aflorando en el desértico arenal es la vertical que nos llevara al mundo del silencio. Esa señal, el vértice de ese madero sepulcral podríamos hallarla en la inmensa costa peruana: desde Lambayeque, Chan Chan, Nazca, a Paracas. Bajo la tenue luz de la luna, podríamos abrir las ventanas de aquella noche milenaria del tiempo. En cualquier momento espero las señales de los ángeles portadores de ofrendas. Ya peregriné con ellos por entre las grietas de ríos secos, en altos barrancos junto al mar o entre las dunas que cubrieron caminos y pueblos enteros. Esos ángeles con rostros de cóndores o zorros pasaron a custodiar en mis cuadros a momias y ñustas, guerreros y curacas. Ángeles tutelares y pájaros portadores de almas, gracias por este regalo que los distantes dioses me proporcionaron.
Liber Fridman