
I
Primeros pasos
(1910-1935)
El niño soñador
“Mirá este grandote que tiene su infancia retenida en juegos de barrilete, de rayuela, de carrito”
Liber Fridman nació en Buenos Aires en el año 1910, un día en que su padre estaba preso.
El padre, Israel Fridman, emigrante ruso en la Argentina, de oficio panadero, era anarquista de corazón, aunque no activista. La ocasión le brindó, sin embargo, la oportunidad de la acción y la pagó con la cárcel.
A la madre, Amalia Schlafman, le faltaban escasos días para dar a luz. E Israel, como dándole verdadero valor a la palabra libertad, esa palabra esencial del credo anarquista, quiso que el hijo que naciera llevara ese nombre.
Liber, pues, nació en el marco de unas circunstancias especiales: bajo el signo del deseo de libertad y su vida es un testimonio de ello.
A Israel Fridman, su anarquismo lo llevó a desertar del ejército del zar y después de una serie de vicisitudes que estuvieron a punto de costarle la vida, logró embarcarse rumbo a la Argentina: la meca de los pobres y exiliados de la tierra a finales del siglo XIX, fecha en que ocurren estos hechos.
Ni Israel, ni su esposa, ambos de origen judío, podían tener seguridad para fundar un hogar, tener hijos, cuando la amenaza del pogrom -política habitual del zarismo a finales del siglo XIX en Europa- ya les había costado a ambos cónyuges penosas pérdidas dentro de sus respectivas familias.
Israel era panadero de oficio y al parecer de los buenos. Las crónicas familiares cuentan, con el mayor de los orgullos, “que el padre había sido panadero de la corte del emperador, en Viena”. Sea como fuere, la cuestión es que Israel conocía su oficio. Jamás le faltó trabajo. Nunca, mejor dicho, le faltó el pan para sus hijos.
El pan, dada la carismática personalidad del padre (de la que hablaremos enseguida), ha sido un elemento importante en esta familia. Liber, el protagonista de esta historia, ha tenido períodos en que, como evocando la presencia del padre, ha hecho pan y recordado, orgulloso, como si no lo supiéramos, que su padre hacía pan. El mejor pan del mundo.
Este tema me permite introducir la idea de que a lo largo de su vida Liber tendrá como “ejemplo de vida” algunas de las facetas del carácter del padre y que, sin saberlo, inconscientemente, pondrá a la práctica. Valga como ejemplo el siguiente comentario que hallamos en una de las cartas enviadas por un Liber maduro a su padre, anciano ya, y que expresa su voluntad de continuar en el ejemplo de integridad de aquel:
“Tú eres un eld, una persona que cuida todos los detalles para vivir en paz. Yo soy también como vos y siempre, dentro de mí, observo ese cuidado de comportarme decentemente. En ese plan el tiempo me dará sus frutos.”
Establecido en la capital, en Buenos Aires, el hogar de los Fridman está dominado por la personalidad del padre: figura principal de una familia en que la mujer se ocupaba de hacer sus labores y los varones gozaban del prestigio de ser varones. Dicho prestigio obedecía, además, a una serie de peculiaridades que lo hacían distinto, especial. Pues Israel, de oficio panadero, inserto en el medio chato del Buenos Aires pobre y popular de su barrio, era un hombre con aspiraciones e inquietudes. Las hermanas recuerdan hasta allí, hasta el padre. Nada se sabe de la educación que recibiera éste, de la generación anterior, la de los abuelos. Es de imaginar que una educación con inquietudes, como la que transmitiera a sus hijos y por la cual éstos se sentirían agradecidos, de por vida. Pero no sólo agradecidos, sino orgullosos de ser diferentes, de pertenecer al clan de los Fridman. La idea de tratar de superarse a sí mismo, de progresar, era, por otro lado, una idea cara para la gente de aquel tiempo, incorporada a su discurso y a sus íntimos pensamientos.
Israel gustaba de leer en las tertulias a los novelistas rusos, -las hijas, las hermanas, aún recuerdan a Tolstoi, a Dostoievski-. Después del almuerzo, los hijos, que no osaban pronunciar una palabra más alta que la otra cuando el padre hablaba, lo escuchaban, en el idish que nunca abandonó, relatar las historias de su lejano país. Y una vez más, el hijo, como evocando la figura del padre, con o sin el consentimiento de sus contertulios, ha leído una y otra vez una página traída por su curiosidad a la mesa.
“El comentaba libros, él engrandeció mi horizonte”, concluye Liber.
No sólo lecturas, sino también antiguas canciones populares rusas en idish amenizaban tertulias y fiestas tradicionales, que eran las contadas ocasiones en que la gran familia se reunía. Pues Israel, una vez establecido en la Argentina, reclamó a parientes y amigos. Eran momentos en que la tradición ponía de manifiesto la pertenencia de aquella familia al judaísmo y que, posiblemente, los hacía sentir un pueblo en medio de tanto desarraigo. Reuniones a las que no faltaban los amigos hechos en el nuevo pais y sobre todo aquel amigo, tan caro a la familia que era Kive. O mejor dicho tío Kive: tal como se lo conocía entre los Fridman.
De tío Kive se decía que era tan alto y tan corpulento como el propio Israel. ¡Dos gigantes! -según la mitología de la familia-. Dos gigantes que se reunían para beber, cantar y contar, y que evitaban hacer pulseadas entre sí -tan propias de los amigos de su grupo-, pues querían evitar el trago de la derrota: ello podría significar el fin de una hermosa amistad.
“Kive sentía una ‘amistad amorosa’ por mi madre” -recuerda Liber al evocarlo-. “Pero sólo eso”, añade Ignacia, “pues mamá fue la más linda compañera que pudo tener papá”.
Era poco frecuente, sin embargo, que Kive se paseara por el hogar de los Fridman, pues la mayor parte de su tiempo lo gastaba en aventuras en tan lejanos países que transtornaban las mentes infantiles.
“Kive venía a casa para contarnos sus viajes y aventuras”, recuerda Liber.
El tío Kive fue, sin lugar a dudas, un personaje de referencia vital para el niño Liber, pues, en ese medio tan desprovisto de encanto y de estímulo, las historias del “tío” acicatearon la imaginación del pequeño. Liber fue, ya por el padre, ya por el amigo, desde su infancia, un degustador de historias y cuentos. Dicha faceta, tan cultivada en su casa, tan propia por otro lado de esa época y de la Argentina misma, -país generoso para la charla y la tertulia-, fue de vital importancia.
Liber amó esos cuentos, deseó vivirlos en carne propia. Su infancia fue una aspiración continua a ello; su juventud los hizo realidad. Y de tal modo que Liber en el camino de la vida se convirtió en “un tejedor de sueños”, creador de sus propios cuentos.
Muchas de esas historias y anécdotas todavía descansan en el sueño de la oralidad, esperando “la mano que le arranque notas”. Otras, en cambio, gozaron no de una sino de más versiones escritas, acaso las que desempeñaron un papel especial en la vida de Liber. Esta es, pues, la principal deuda que contrajo Liber con tío Kive, aunque luego se la devolvió con creces.
Kive iba y volvía a Buenos Aires, y estando Liber ya en pleno camino de la vida, conoció noticias suyas, siempre referidas a lejanos paraderos. Un día, sin embargo, le llegó la triste noticia de su muerte, pero de una muerte que, felizmente, no manchó su memoria. Pues cuentan que Kive -conocida era su proverbial fuerza- desencajó de un solo tirón una carreta para el reparto del pan, hundida en el barro. Dicen que desenterró la rueda, y del tremendo esfuerzo un ataque al corazón se lo llevó a tierras más lejanas.
En el hogar de los Fridman los hijos debían ayudar al padre con el reparto del pan. Este se cargaba en una carreta, luego decorada por Liber al manifestarse su joven vocación de pintor. Era una carreta alegre, llena de olor y color.
Se trabajaba y se estudiaba, pero el estudio no era algo que atrajera particularmente al niño Liber. Un niño cuyo único deleite era soñar con países lejanos y maravillosos. Es por eso que el chico dejó pronto la escuela. Liber gustaba de vagar por los campos, y en aquel entonces el terreno baldío estaba muy próximo a la ciudad. Cuando no era el campo, siendo ya adolescente, gustaba de ver pasar el tren rumbo a Mendoza. Aquel tren -siempre recordará Liber- era el tren de los sueños. El tren que llevaba a tierras lejanas: a esas tierras que ansiaba conocer. Entonces toda la fuerza se le iba en suspirar por ese gran amor que era la aventura.
“En mis anhelos infantiles, cuando veía pasar el tren transandino por la estación Sáenz Peña, con su imponente humareda hasta perderse en el horizonte, éste representaba para mí el símbolo de un inmenso mundo que me esperaba. Yo miraba al maquinista retornando de sus largos viajes con inmenso respeto. Sería el equivalente de lo que es el astronauta para un niño de hoy”.
La vuelta a casa ya no tenía el mismo aliciente que la escapada de la escuela, pues significaba el retorno a la rutina, a la inmovilidad. Tan opuestas a Liber como el agua al aceite.
No sólo de contemplación vive el hombre, y Liber se dio cuenta que era necesaria una cuota de acción para conseguir “algo en la vida”. Fue así que, curioseando en el barrio, descubrió cosas que captaron su interés. Una de esas ocasiones se la proporcionó el aludido reparto del pan. Liber descubrió que el vecino, ese vecino anónimo que todos los días le compraba pan, era pintor y, olvidándose de la tarea de repartir, se quedó para contemplarlo. Y dicha práctica se convirtió después en una costumbre.
Liber había hecho un trato, de sus primeros tratos, con el “viejo pintor”, como desde entonces empezó llamarlo, y era que a cambio de unos pancitos que el chico le sacaba al padre a escondidas, el artista en cuestión le permitía quedarse. El descubrimiento (pues de eso se trata, de descubrimiento) fue determinante en la vida del niño Liber, ya que la existencia de una persona dedicada al arte, -pues el pintor, invariable mente, día tras día, sacaba su caballete al poyo de la entrada de la casa-, le abrió los ojos. Le hizo conocer que la realidad era mucho más amplia, más rica que su anodina apariencia. El ya lo había presentido, adivinado, en sus sueños de precoz aventurero, pero esto de la pintura se le representaba como algo mayor. Una forma de relacionarse con la realidad más acorde con una sensibilidad que necesitaba del color y de las formas para expresarse.
Pintar, sí, fue la nueva consigna de Liber, pero ¿pintar con qué? Él se había dado cuenta que en la escuela había un chico de aspecto más pudiente y que tenía una hermosa caja de acuarelas. ¡La más hermosa que había visto en su vida! Era una caja de latón con seis colores transparentes, para acuarela. Su dueño hacía alarde del objeto, pero a Liber le parecía que no le tenía especial afecto. Fue así que le propuso un negocio y le compró la cajita por setenta y cinco centavos. Liber había acertado: el chico había sido capaz de desprenderse de la cajita. No la merecía. Era suya por tanto en toda ley.
Las escapadas al Rosedal ahora sí tenían un sentido más definido. Ya no se trataba de ir a vagar como un “linyera”: Liber era ya un muchacho con sus objetivos definidos. El Rosedal fue el lugar donde Liber pintó sus primeros paisajes. Después vino pintar todo y en medio de esa alegría generosa que brinda la actividad creativa, Liber pintó no sólo el carro del pan, sino que toda la familia empezó a desfilar delante de su caballete. La familia, por su parte, al descubrir tan formada decisión, optó por encauzarlo. Y es aquí cuando la dulce Amalia, la madre que siempre permanecía en silencio, como una humilde y benéfica sombra, toma una buena mañana al hijo de quince años y lo inscribe en la Mutualidad de Estudiantes de Bellas Artes. Es el año 1925. Dirige la institución De la Cárcova, y Liber tiene como maestros, a Pio Collivadino, a Rossi y otros tantos que su memoria no retiene.
De aquella época de formación académica Liber sólo conserva el recuerdo de unos nombres, las grandes bateas de frutas y legumbres para copiar, y nada más. El resto queda en el olvido y la vida continúa.Es una época lenta, de formación, sin otra conquista -¡gran conquista!- que la afirmación de ser pintor.
El pintor de Luján
(1932-1935)
«Siempre levantar anclas»
El pintor de Luján era un pintor de paisajes tanto urbanos como campestres, y entre los primeros no podía faltar el Cabildo. Imaginémonos una mañana, temprano, en que el joven pintor, caballete en manas, se dispone a captar aquel noble edificio de la historia de la ciudad, cuando, un curioso, de esos que suelen acompañar la labor del pintor solitario (como él mismo había hecho años atrás con el pintor vecino), se acerca y le dice: “Joven, si usted le añade un par de cabildantes al cuadro se lo compró por 100 pesos”. Y el joven, atribulado, ante la oferta, no duda ni un segundo, e incorpora los personajes. Sus manos apresan entonces, por primera vez en la vida, la escalofriante suma de 100 pesos. Era el primer cuadro que vendía.
“Lo de más importancia para usted -y no pienso que usted se sienta molesto por esto que yo le digo y que a usted le parecerá egoísmo pero que la vida ha de confirmarle-, lo de más importancia para usted es pensar en su vida misma, que debe ser salmo para que pueda ser trabajo y para que pueda ser obra que no muera mañana cuando usted fatalmente desaparezca.
II
Andanzas
(1935-1956)
Santa Fe: el encuentro con la cultura colonial (1935)
“Realmente hoy estoy en la más gran necesidad de pintar. Estoy nervioso, con deseos de crear algo grande que pueda enaltecerme. Pinté un motivo del convento de San Francisco de Santa Fe”
En esta etapa -cuya fuente principal de información son los cuadernos de viaje- el pintor no anota impresiones personales sobre la ciudad y alrededores, como luego sí acostumbrará a hacer. Sólo el artista en relación con lo que pinta. Es una etapa de intensa preocupación por la solución de problemas plásticos. Y, sobre todo, de necesidad de reconocimiento, de trascendencia pública: afán especialmente característico de todo joven pintor que se inicia, empeñado por conseguir un lugar en la sociedad plástica. Es por ello, pues, de suma importancia todo comentario realizado a propósito de su obra. Este opera como un estímulo necesario: la comunicación que el pintor necesita tener con la sociedad. Su respuesta.
“Terminé un retrato de nuestro pianista, el gran maestro del folklore nacional A. Schianca. Pintado en tres noches, es al óleo y sobre madera. Para mi es un acierto de expresión y de dulzura”.
Como en Luján, no todo es trabajo, sino que la nueva ciudad es un buen pretexto para entablar amistades con artistas y gente del ambiente cultural. Entre los que aparecen con más frecuencia en esta época se encuentran Borzone, médico y especie de mecenas, pues se trata de un hombre acaudalado que apoyará la labor artística de Liber en el breve periodo que éste permaneció en Santa Fe, desempeñando, si bien en grado menor, un papel semejante al de Furt en Luján.