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Primeros pasos: Buenos Aires, Luján y Santa Fe

I
Primeros pasos
(1910-1935)

El niño soñador

“Mirá este grandote que tiene su infancia retenida en juegos de barrilete, de rayuela, de carrito”

Liber Fridman nació en Buenos Aires en el año 1910, un día en que su padre estaba preso.
El padre, Israel Fridman, emigrante ruso en la Argentina, de oficio panadero, era anarquista de corazón, aunque no activista. La ocasión le brindó, sin embargo, la oportunidad de la acción y la pagó con la cárcel.
A la madre, Amalia Schlafman, le faltaban escasos días para dar a luz. E Israel, como dándole verdadero valor a la palabra libertad, esa palabra esencial del credo anarquista, quiso que el hijo que naciera llevara ese nombre.
Liber, pues, nació en el marco de unas circunstancias especiales: bajo el signo del deseo de libertad y su vida es un testimonio de ello.
A Israel Fridman, su anarquismo lo llevó a desertar del ejército del zar y después de una serie de vicisitudes que estuvieron a punto de costarle la vida, logró embarcarse rumbo a la Argentina: la meca de los pobres y exiliados de la tierra a finales del siglo XIX, fecha en que ocurren estos hechos.
Ni Israel, ni su esposa, ambos de origen judío, podían tener seguridad para fundar un hogar, tener hijos, cuando la amenaza del pogrom -política habitual del zarismo a finales del siglo XIX en Europa- ya les había costado a ambos cónyuges penosas pérdidas dentro de sus respectivas familias.
Israel era panadero de oficio y al parecer de los buenos. Las crónicas familiares cuentan, con el mayor de los orgullos, “que el padre había sido panadero de la corte del emperador, en Viena”. Sea como fuere, la cuestión es que Israel conocía su oficio. Jamás le faltó trabajo. Nunca, mejor dicho, le faltó el pan para sus hijos.
El pan, dada la carismática personalidad del padre (de la que hablaremos enseguida), ha sido un elemento importante en esta familia. Liber, el protagonista de esta historia, ha tenido períodos en que, como evocando la presencia del padre, ha hecho pan y recordado, orgulloso, como si no lo supiéramos, que su padre hacía pan. El mejor pan del mundo.
Este tema me permite introducir la idea de que a lo largo de su vida Liber tendrá como “ejemplo de vida” algunas de las facetas del carácter del padre y que, sin saberlo, inconscientemente, pondrá a la práctica. Valga como ejemplo el siguiente comentario que hallamos en una de las cartas enviadas por un Liber maduro a su padre, anciano ya, y que expresa su voluntad de continuar en el ejemplo de integridad de aquel:
“Tú eres un eld, una persona que cuida todos los detalles para vivir en paz. Yo soy también como vos y siempre, dentro de mí, observo ese cuidado de comportarme decentemente. En ese plan el tiempo me dará sus frutos.”
Establecido en la capital, en Buenos Aires, el hogar de los Fridman está dominado por la personalidad del padre: figura principal de una familia en que la mujer se ocupaba de hacer sus labores y los varones gozaban del prestigio de ser varones. Dicho prestigio obedecía, además, a una serie de peculiaridades que lo hacían distinto, especial. Pues Israel, de oficio panadero, inserto en el medio chato del Buenos Aires pobre y popular de su barrio, era un hombre con aspiraciones e inquietudes. Las hermanas recuerdan hasta allí, hasta el padre. Nada se sabe de la educación que recibiera éste, de la generación anterior, la de los abuelos. Es de imaginar que una educación con inquietudes, como la que transmitiera a sus hijos y por la cual éstos se sentirían agradecidos, de por vida. Pero no sólo agradecidos, sino orgullosos de ser diferentes, de pertenecer al clan de los Fridman. La idea de tratar de superarse a sí mismo, de progresar, era, por otro lado, una idea cara para la gente de aquel tiempo, incorporada a su discurso y a sus íntimos pensamientos.

Israel gustaba de leer en las tertulias a los novelistas rusos, -las hijas, las hermanas, aún recuerdan a Tolstoi, a Dostoievski-. Después del almuerzo, los hijos, que no osaban pronunciar una palabra más alta que la otra cuando el padre hablaba, lo escuchaban, en el idish que nunca abandonó, relatar las historias de su lejano país. Y una vez más, el hijo, como evocando la figura del padre, con o sin el consentimiento de sus contertulios, ha leído una y otra vez una página traída por su curiosidad a la mesa.
“El comentaba libros, él engrandeció mi horizonte”, concluye Liber.
No sólo lecturas, sino también antiguas canciones populares rusas en idish amenizaban tertulias y fiestas tradicionales, que eran las contadas ocasiones en que la gran familia se reunía. Pues Israel, una vez establecido en la Argentina, reclamó a parientes y amigos. Eran momentos en que la tradición ponía de manifiesto la pertenencia de aquella familia al judaísmo y que, posiblemente, los hacía sentir un pueblo en medio de tanto desarraigo. Reuniones a las que no faltaban los amigos hechos en el nuevo pais y sobre todo aquel amigo, tan caro a la familia que era Kive. O mejor dicho tío Kive: tal como se lo conocía entre los Fridman.
De tío Kive se decía que era tan alto y tan corpulento como el propio Israel. ¡Dos gigantes! -según la mitología de la familia-. Dos gigantes que se reunían para beber, cantar y contar, y que evitaban hacer pulseadas entre sí -tan propias de los amigos de su grupo-, pues querían evitar el trago de la derrota: ello podría significar el fin de una hermosa amistad.
“Kive sentía una ‘amistad amorosa’ por mi madre” -recuerda Liber al evocarlo-. “Pero sólo eso”, añade Ignacia, “pues mamá fue la más linda compañera que pudo tener papá”.
Era poco frecuente, sin embargo, que Kive se paseara por el hogar de los Fridman, pues la mayor parte de su tiempo lo gastaba en aventuras en tan lejanos países que transtornaban las mentes infantiles.
“Kive venía a casa para contarnos sus viajes y aventuras”, recuerda Liber.

El tío Kive fue, sin lugar a dudas, un personaje de referencia vital para el niño Liber, pues, en ese medio tan desprovisto de encanto y de estímulo, las historias del “tío” acicatearon la imaginación del pequeño. Liber fue, ya por el padre, ya por el amigo, desde su infancia, un degustador de historias y cuentos. Dicha faceta, tan cultivada en su casa, tan propia por otro lado de esa época y de la Argentina misma, -país generoso para la charla y la tertulia-, fue de vital importancia.
Liber amó esos cuentos, deseó vivirlos en carne propia. Su infancia fue una aspiración continua a ello; su juventud los hizo realidad. Y de tal modo que Liber en el camino de la vida se convirtió en “un tejedor de sueños”, creador de sus propios cuentos.
Muchas de esas historias y anécdotas todavía descansan en el sueño de la oralidad, esperando “la mano que le arranque notas”. Otras, en cambio, gozaron no de una sino de más versiones escritas, acaso las que desempeñaron un papel especial en la vida de Liber. Esta es, pues, la principal deuda que contrajo Liber con tío Kive, aunque luego se la devolvió con creces.
Kive iba y volvía a Buenos Aires, y estando Liber ya en pleno camino de la vida, conoció noticias suyas, siempre referidas a lejanos paraderos. Un día, sin embargo, le llegó la triste noticia de su muerte, pero de una muerte que, felizmente, no manchó su memoria. Pues cuentan que Kive -conocida era su proverbial fuerza- desencajó de un solo tirón una carreta para el reparto del pan, hundida en el barro. Dicen que desenterró la rueda, y del tremendo esfuerzo un ataque al corazón se lo llevó a tierras más lejanas.
En el hogar de los Fridman los hijos debían ayudar al padre con el reparto del pan. Este se cargaba en una carreta, luego decorada por Liber al manifestarse su joven vocación de pintor. Era una carreta alegre, llena de olor y color.
Se trabajaba y se estudiaba, pero el estudio no era algo que atrajera particularmente al niño Liber. Un niño cuyo único deleite era soñar con países lejanos y maravillosos. Es por eso que el chico dejó pronto la escuela. Liber gustaba de vagar por los campos, y en aquel entonces el terreno baldío estaba muy próximo a la ciudad. Cuando no era el campo, siendo ya adolescente, gustaba de ver pasar el tren rumbo a Mendoza. Aquel tren -siempre recordará Liber- era el tren de los sueños. El tren que llevaba a tierras lejanas: a esas tierras que ansiaba conocer. Entonces toda la fuerza se le iba en suspirar por ese gran amor que era la aventura.
“En mis anhelos infantiles, cuando veía pasar el tren transandino por la estación Sáenz Peña, con su imponente humareda hasta perderse en el horizonte, éste representaba para mí el símbolo de un inmenso mundo que me esperaba. Yo miraba al maquinista retornando de sus largos viajes con inmenso respeto. Sería el equivalente de lo que es el astronauta para un niño de hoy”.
La vuelta a casa ya no tenía el mismo aliciente que la escapada de la escuela, pues significaba el retorno a la rutina, a la inmovilidad. Tan opuestas a Liber como el agua al aceite.
No sólo de contemplación vive el hombre, y Liber se dio cuenta que era necesaria una cuota de acción para conseguir “algo en la vida”. Fue así que, curioseando en el barrio, descubrió cosas que captaron su interés. Una de esas ocasiones se la proporcionó el aludido reparto del pan. Liber descubrió que el vecino, ese vecino anónimo que todos los días le compraba pan, era pintor y, olvidándose de la tarea de repartir, se quedó para contemplarlo. Y dicha práctica se convirtió después en una costumbre.
Liber había hecho un trato, de sus primeros tratos, con el “viejo pintor”, como desde entonces empezó llamarlo, y era que a cambio de unos pancitos que el chico le sacaba al padre a escondidas, el artista en cuestión le permitía quedarse. El descubrimiento (pues de eso se trata, de descubrimiento) fue determinante en la vida del niño Liber, ya que la existencia de una persona dedicada al arte, -pues el pintor, invariable mente, día tras día, sacaba su caballete al poyo de la entrada de la casa-, le abrió los ojos. Le hizo conocer que la realidad era mucho más amplia, más rica que su anodina apariencia. El ya lo había presentido, adivinado, en sus sueños de precoz aventurero, pero esto de la pintura se le representaba como algo mayor. Una forma de relacionarse con la realidad más acorde con una sensibilidad que necesitaba del color y de las formas para expresarse.
Pintar, sí, fue la nueva consigna de Liber, pero ¿pintar con qué? Él se había dado cuenta que en la escuela había un chico de aspecto más pudiente y que tenía una hermosa caja de acuarelas. ¡La más hermosa que había visto en su vida! Era una caja de latón con seis colores transparentes, para acuarela. Su dueño hacía alarde del objeto, pero a Liber le parecía que no le tenía especial afecto. Fue así que le propuso un negocio y le compró la cajita por setenta y cinco centavos. Liber había acertado: el chico había sido capaz de desprenderse de la cajita. No la merecía. Era suya por tanto en toda ley.
Las escapadas al Rosedal ahora sí tenían un sentido más definido. Ya no se trataba de ir a vagar como un “linyera”: Liber era ya un muchacho con sus objetivos definidos. El Rosedal fue el lugar donde Liber pintó sus primeros paisajes. Después vino pintar todo y en medio de esa alegría generosa que brinda la actividad creativa, Liber pintó no sólo el carro del pan, sino que toda la familia empezó a desfilar delante de su caballete. La familia, por su parte, al descubrir tan formada decisión, optó por encauzarlo. Y es aquí cuando la dulce Amalia, la madre que siempre permanecía en silencio, como una humilde y benéfica sombra, toma una buena mañana al hijo de quince años y lo inscribe en la Mutualidad de Estudiantes de Bellas Artes. Es el año 1925. Dirige la institución De la Cárcova, y Liber tiene como maestros, a Pio Collivadino, a Rossi y otros tantos que su memoria no retiene.
De aquella época de formación académica Liber sólo conserva el recuerdo de unos nombres, las grandes bateas de frutas y legumbres para copiar, y nada más. El resto queda en el olvido y la vida continúa.Es una época lenta, de formación, sin otra conquista -¡gran conquista!- que la afirmación de ser pintor.

El pintor de Luján
(1932-1935)

«Siempre levantar anclas»

Cumplido el servicio militar, Liber inicia, ahora sí, su vida de hombre joven e independiente. El grueso de la familia queda en la capital y Liber parte a Luján: allí convive durante algún tiempo con Anita, una de las hermanas, casada entonces, y madre de una preciosa niña: la futura poeta Flor Schapira Fridman. Pero la convivencia es difícil y Liber decide ir a vivir con un carpintero amigo.
Es la época de “sapos, repisas y maestras”. Sapos para los tiempos de carestía, y que los amigos salían a cazar en el río Luján. Repisas las construidas por el carpintero, y que Liber se encargaba de pintar y decorar como tiempos atrás había hecho con el carro de reparto del pan. Maestras cuyo cochero era Liber, a las cuales, además, les corregía los dibujos de los alumnos. Época de múltiples oficios para ganarse el sustento diario y que Liber sumaba a su actividad normal de pintor.

El pintor de Luján era un pintor de paisajes tanto urbanos como campestres, y entre los primeros no podía faltar el Cabildo. Imaginémonos una mañana, temprano, en que el joven pintor, caballete en manas, se dispone a captar aquel noble edificio de la historia de la ciudad, cuando, un curioso, de esos que suelen acompañar la labor del pintor solitario (como él mismo había hecho años atrás con el pintor vecino), se acerca y le dice: “Joven, si usted le añade un par de cabildantes al cuadro se lo compró por 100 pesos”. Y el joven, atribulado, ante la oferta, no duda ni un segundo, e incorpora los personajes. Sus manos apresan entonces, por primera vez en la vida, la escalofriante suma de 100 pesos. Era el primer cuadro que vendía.

El “affaire” no queda aquí, pues el curioso en cuestión era nada más y nada menos que el director del Museo de Luján, el señor Enrique Udaondo, el cual al ver la dedicación y dotes del joven, no duda en aconsejarle que vaya a visitar al señor Zuliani, restaurador de la Pinacoteca de Brera, en Milán, Italia, que luego sería contratado por el Museo de Luján. Allí puede aprender el oficio de la restauración, pues con éste progresará en su pintura. “¡El oficio de la restauración!”, se queda pensando el joven. Un nuevo horizonte se vuelve a presentar en su camino. El joven no duda y a la mañana siguiente se presenta ante Zuliani, quien lo toma como ayudante. Se inicia entonces otra etapa en la vida del joven pintor. La restauración se presenta como el oficio seguro para ganarse la vida frente a la inseguridad que representa la pintura. Más en el caso de un pintor en sus inicios.
El Museo de Luján, pues, será el nuevo escenario de sus esfuerzos en la lucha por aprender un oficio que le proporcionará un conocimiento técnico sobre los misterios de la pintura. Por otro lado, engrosará la colección del mismo con sus aportaciones.
Cualquiera que se acerque hoy al Museo podrá observar las pinturas de aquel tiempo. Son las obras de un principiante, dubitativas, rígidas, especialmente cuando el dibujo se completa con la copia de láminas de época. En contraste, ya por esta fecha, con una pintura más libre, de carácter impresionista y de buena calidad.
Luján es para Liber, al recordar aquella época, “el camino que me llevó a la vida”» Y añade:
“Mi familia era gente humilde, que no tenía ningún contacto. Solamente esta gente que aparece en Luján es para mí la luminaria”.
Luján le proporcionó el estímulo artístico e intelectual que su inquietud y su trabajo precisaban. Luján fue, pues, punto de partida y encrucijada. Allí se inició no sólo en el camino del arte, sino también el de la amistad. Con los amigos disfrutaba de los conciertos de órgano y coros de la Basílica, en particular los ensayos del organista Frason; así como de la música transmitida por los altavoces en las plazas públicas. Todo a instancias de ese activo núcleo de ciudadanos que eran él y sus amigos. La música, la clásica, era motivo entonces de recreo y de unión.
El capítulo de amistad más importante de la etapa “lujanera” fue, sin lugar a dudas, el trabado con Jorge Furt, o Don Jorge, como llamaba Liber a su amigo, por una cuestión de edad pero sobre todo de respeto. Asimismo, las cualidades del joven inspiraron en el mentado amigo el nombre de “maestro” pues así era como se dirigía Furt a Liber en la correspondencia.
Furt no vivía en Luján propiamente dicho, sino en una hacienda próxima, “Los Talas”, conocida familiarmente entre los estudiosos como “El Escorial de la Pampa”, dado el alto número de libros de todas las disciplinas que aún albergan sus estanterías.
“Los Talas” era una síntesis perfecta para el hombre amante de la paz del campo y de la cultura. Era un lugar hecho a la medida de Don Jorge: historiador, bibliófilo y escritor. Dicho lugar fue marco de la amistad de ambos hombres, a la manera del maestro y del discípulo. De amistad, intercambio de ideas, pero también un lugar aislado del mundo, hecho a propósito para el descanso espiritual y por qué no del cuerpo.
“¡Cómo se sanaría pronto en esta casa llena de vida! Si Usted estuviera aquí vería cómo no es un sueño poder alejarse del mundo. Y Usted sería capaz de encontrarse con alguien nuevo dentro de sí mismo, alguien que no ha conocido nunca y que recién comenzaría a pintar de un nuevo modo. Y éste sería, hermano Liberto pintor, el milagro de Los Talas. ¿Usted no cree que donde vivió lleno de corazón y de arte un artista no va a despertar su gran espíritu y él no lo llevara a pensar cosas altas?”
Después del padre, de tío Kive, Furt desempeña un papel importante en la vida de este joven lleno de aspiraciones, necesitado tanto de estímulo como de dirección. Debe quedar clara la idea de que Liber, desde el momento de su primera escapada de la escuela y su decisión de pintar, asume la tarea de dirigir su propio destino. De ordenar su vida guiándose única y exclusivamente por su instinto. Hacer la carrera en forma libre es realmente más duro que por la vía universitaria, si bien aquélla a la larga puede tener réditos más duraderos”.
Es por ello que el encuentro con una personalidad como la de Furt, en un momento decisivo como son los inicios, los veintitantos años en nuestro caso, fue de vital importancia para Liber.
Furt fue el que, conociendo la pasión de aventura del joven unida a su vocación pictórica, lo incentivó a “hacer el camino”. Si bien dicha idea estaba en la cabeza del joven, parece sonar de modo diferente en un hombre maduro, con una cultura y una profesión cimentada. Le da carta de autoridad: el visto bueno. Le aconseja, en concreto, que vaya a Santa Fe: allí podrá contemplar los restos de una cultura, la colonial, que le será de sumo interés. No sólo artístico, sino también cultural. Dicho consejo encaja perfectamente en el esquema de Liber pues ya había hecho por cuenta propia algunas experiencias en arqueología. Nos encontramos, pues, ante una nueva faceta del joven, que no quedaría luego abandonada, sino que será una constante de su trayectoria. Me refiero a su faceta de “buceador de culturas”, como el propio Liber suele denominar a ese interés suyo, constante en el tiempo, por el mundo cultural antiguo. Por tanto, el consejo de Furt cayó en terreno fértil.
De un modo más general interesa el hecho de que Furt fue el que le suministró, como un verdadero maestro, un puñado de máximas extraídas de la lectura y que Liber hizo suyas. Liber no las olvidó nunca y lucha, y sigue luchando, por llevarlas a la práctica, como tendremos ocasión de demostrar a largo de estas páginas.
Para esta etapa rescatamos concretamente la máxima de Séneca: “Siempre levantar anclas. Nunca detenerse.” Dicho consejo será el que le dará el envión necesario para lanzarse efectivamente al camino: ese camino que partió de Luján. Importa la circunstancia de que dicho consejo ocurrió en un momento especialmente doloroso para Liber -la muerte de su madre-, pues de otro modo el joven se hubiera sentido culpable y obligado a permanecer en el hogar familiar. Furt en cambio le aconseja que siga adelante:
“Porque yo sé cómo el afecto de una madre no se reemplaza con nada, por mucho cariño que se le tenga. Sus hermanas tienen cada una su camino en la vida; su padre es hombre y sabe lo que es hacerse y levantarse solo.

“Lo de más importancia para usted -y no pienso que usted se sienta molesto por esto que yo le digo y que a usted le parecerá egoísmo pero que la vida ha de confirmarle-, lo de más importancia para usted es pensar en su vida misma, que debe ser salmo para que pueda ser trabajo y para que pueda ser obra que no muera mañana cuando usted fatalmente desaparezca.

“Uno tiene, Fridman, promesas con uno mismo: compromiso de crear para los demás y del que nada ni nadie puede librarnos. Sólo la muerte o la incapacidad física.
“Ahora usted está solo. Una madre, de cuyo cuerpo hemos salido, tiene la comprensión y el aliento incomparable para lo que un hijo hace. Un padre es también cariño, lo más alto, que usted quiera, pero sin el impulso instintivo de la mujer. Puede ser comprensión y ayuda pero en sentido mucho menos cordial, aunque inteligente, más cerebral. Por eso yo le digo que usted está solo y que su voluntad debe ser todo para usted.
“Debe estar fijo en su labor y desligarse de todo: tener siempre armas listas para cortarse nudos y ataduras.
Siempre esta hora de pena que usted pasa no es para literaturas. Le digo una palabra de uno de esos latinos que con tanto amor vivo leyendo en ratos y que recuerdo ahora como un consejo para su vida en adelante: ¡Anchoras praécide! Siempre levantar anclas. No quedarse a la espera: ir siempre más arriba”»
Y Liber siguió adelante con toda la carga de alegrías y tristezas, pero con la fe puesta en una meta.
Furt no sólo le proporcionó consejos para la vida, sino que intercambió con Liber ideas sobre arte. Así rescatamos de la correspondencia las ideas siguientes:
“Mejor es que ante una obra linda no piense en querer interiorizarse de su autor. Puede serle un desengaño inútil”
“El arte es emoción: es la capacidad de sufrir y gozar llevada a lo más intenso. Es la cuerda de instrumento capaz de cortarse con tal de conseguir su nota más alta”
Idea lanzada dentro del contexto de la muerte de la madre, hecho que comprende de un modo distinto a como lo entendería la familia, desde la perspectiva del artista que es Don Jorge.
Por último, la correspondencia no se refiere sólo a consejos sobre la vida y conceptos sobre el arte en general, sino también la amistad que ambos hombres se profesan. Una amistad que, desde el lenguaje utilizado por Furt, tiene un carácter severo, austero, escueto.
“Andaba por escribirle… por escribirle cuatro líneas cortas donde usted adivinaría mi estima de siempre y mi recuerdo y nada más”
“Y charlaremos y soñaremos mil cosas desde la tarde hasta que las estrellas aparezcan por el cielo como decía de sus charlas con Miguel Ángel, Francisco de Holanda. Y adiós”.
Este fue, pues, el cariz de las relaciones entre Liber y Don Jorge. Con esa bolsa de ideas, palabras y sueños, partirá a Santa Fe y de ahí al Paraguay misionero. Caminos que nacen de Luján y del estimulo brindado por Don Jorge.
Los amigos más adelante se encontrarán en diversas ocasiones, siempre en viajes, pero el contacto esencial pertenece a la época de Luján. Recordando la pasión bibliófila de Furt, siempre Liber le enviará desde lejanos puntos de América, libros para su colección. “Maestro: ¡maravilloso el manuscrito! ¡Desde que lo tuve en mis manos Luján está más grande!”, comenta Furt en una carta.
La síntesis donde se concreta, finalmente, dicha relación tomará la forma de un libro: “Arquitectura de Santa Fe”. Se trata de un libro escrito, editado y publicado por Furt en el año 1939 con ilustraciones de Liber. Pues nada mejor que un libro para sellar la amistad entre estos hombres, conjugando sus intereses.

II
Andanzas
(1935-1956)

Santa Fe: el encuentro con la cultura colonial (1935)

“Realmente hoy estoy en la más gran necesidad de pintar. Estoy nervioso, con deseos de crear algo grande que pueda enaltecerme. Pinté un motivo del convento de San Francisco de Santa Fe”

Santa Fe: primera parada en el camino de la aventura, de la andanza que se propone Liber como una de las formas y objetivos de su vida. “El arte como búsqueda, la vida como peregrinaje”, expresión cara al hijo del pintor, Ariel, que nos puede servir muy bien para expresar este ideal de vida. El “se hace camino al andar” del poeta español Antonio Machado. Y de un arte que se desarrolla paralelamente a las vivencias, se va haciendo con la vida.
Santa Fe es el punto de partida. A Santa Fe parte Liber desde Luján, corno dijimos anteriormente, por sugerencia de Furt. Allí una nueva experiencia cultural aguarda al joven: el arte colonial franciscano, que se convierte en nuevo tema de su pintura, pero también de modo más general en inquietud del momento. Ahora, junto a los paisajes y retratos de tipos locales, aparece la arquitectura como tema; pues si bien ésta había hecho su aparición con cuadros sobre edificios históricos de Luján, ahora proliferan por razones obvias.
Liber realiza una serie de pinturas acuareladas sobre motivos arquitectónicos, así como de los elementos ornamentales: frisos, bajorrelieves, esculturas, etc. A ello se une, y aquí se introduce un elemento nuevo, una documentación fotográfica escrita sobre dicho arte. Liber pues actúa no sólo como artista sino como estudioso.
Quede claro que Liber no posee una formación universitaria de arqueólogo, antropólogo o historiador del arte, disciplinas que calificarían una actuación semejante a la emprendida. Liber es un espíritu curioso e inquieto que se forma en el camino, en la universidad del camino. Es una especie de antena atenta al estímulo artístico y cultural que se manifiesta a través de lo material. Estímulo, por un lado; autoestímulo, por otro, pues nace de él mismo, y responde al deseo personal de superación y de conquista del mundo del arte.
El aporte de Liber en este contexto adquiere por tanto la característica de una información fresca, directa y pintoresca, en absoluto exenta de interés. Liber es un pionero en el estudio de campo de la historia del arte santafesino. Más exactamente, su estudio de la cultura colonial franciscana de Santa Fe se puede considerar como una fuente directa: material por tanto a elaborar dentro de un estudio científico. El material iconográfico, en cambio, sí aparece tempranamente publicado en 1939 por Furt en “Arquitectura de Santa Fe”.
Junto con la arquitectura colonial, de tipo religioso, Liber pinta también la laica. En concreto, un conjunto amenazado de demolición, el barrio de” El Quillá”, sobre el cual se levantará una construcción moderna. En este caso, a diferencia de los monumentos religiosos cuyo “relevamiento” obedece a razones puramente personales, a una libre iniciativa del pintor, la “documentación iconográfica” de dicho barrio le fue encargada por las autoridades locales. Y dicho trabajo vino encadenado al primero y así le sucedió a Liber en varias ocasiones, cumpliéndose así aquello de que “quien siembra, recoge”.
Es de imaginar el sedimento que dichos trabajos, que el ejercicio continuo de captación del entorno cultural, ejercían en nuestro artista. Un depósito de imágenes, de colores, de formas, se iría acumulando, hasta lograr la forma artística deseada. Soñada.
No son las formas de la arquitectura ni el color lo que más interesa al joven de 25 años que es Liber en su etapa santafesina, sino la expresividad de los rostros. Pues el pintor no sólo pinta paisajes sino también retratos.
El tema de captar la expresividad de los rostros, de los gestos, tiene que ver con el hecho de que Liber en su primera etapa de pintor es, fundamentalmente, pintor retratista. Ya dijimos que Liber aprende en Luján el oficio de la restauración, con el cual se mantiene, pero no siempre hay trabajo y menos aún en lugares aislados o pobres. Liber dispone, gracias a su versatilidad, de un abanico de oficios que le permiten subsistir, vivir. La restauración sí, pero también los retratos. Y cuando no hay lo uno, hay lo otro. Es por ello fundamental que Liber posea un dominio absoluto de las técnicas plásticas.
“Inicié un motivo de paisaje en la calle Moreno junto al murallón, y de un lego, el padre del convento de San Francisco de esta ciudad. Es un tipo de cara interesante por lo grotesco”.
Hay otra razón, sin embargo, de tipo estético que subyace a esta preocupación vital, y es que Liber fue siempre, y dicho rasgo se fue acusando en su pintura con los años, un pintor “expresionista”. Pues cuando se liberó de “la tiranía” -como a veces el mismo recuerda- del modelo, de la copia del natural, con ese bagaje, sobre esa base pudo desarrollar una pintura figurativa con acentos propios, deformaciones expresivas, etc. Pero este es un tema que aquí queda inicialmente planteado, a él retornaremos en la tercera parte de este libro.
“La naturaleza era mi mejor academia”, dice Liber en esta etapa. La naturaleza es su maestra y el interés de este joven, su lucha, se centra en el dominio de la técnica, de la copia del natural. Y hasta que dicho dominio no ocurrió, Liber siguió trabajando, en tanto que, paralelamente, una corriente interna de descontento fluía dentro de él. La conquista de un estilo propio sería ardua pero llegaría.

En esta etapa -cuya fuente principal de información son los cuadernos de viaje- el pintor no anota impresiones personales sobre la ciudad y alrededores, como luego sí acostumbrará a hacer. Sólo el artista en relación con lo que pinta. Es una etapa de intensa preocupación por la solución de problemas plásticos. Y, sobre todo, de necesidad de reconocimiento, de trascendencia pública: afán especialmente característico de todo joven pintor que se inicia, empeñado por conseguir un lugar en la sociedad plástica. Es por ello, pues, de suma importancia todo comentario realizado a propósito de su obra. Este opera como un estímulo necesario: la comunicación que el pintor necesita tener con la sociedad. Su respuesta.

Y cuando la respuesta no viene de afuera, del exterior, el pintor elabora, como forma de autoestímulo, una a su medida y que parece obedecer a una seguridad interna: seguridad de que lo que se está haciendo está bien.

“Terminé un retrato de nuestro pianista, el gran maestro del folklore nacional A. Schianca. Pintado en tres noches, es al óleo y sobre madera. Para mi es un acierto de expresión y de dulzura”.
Como en Luján, no todo es trabajo, sino que la nueva ciudad es un buen pretexto para entablar amistades con artistas y gente del ambiente cultural. Entre los que aparecen con más frecuencia en esta época se encuentran Borzone, médico y especie de mecenas, pues se trata de un hombre acaudalado que apoyará la labor artística de Liber en el breve periodo que éste permaneció en Santa Fe, desempeñando, si bien en grado menor, un papel semejante al de Furt en Luján.

Otro amigo fue el pianista y compositor Schianca. Y así otros nombres que se pierden en el tiempo. Como anécdota destacamos el hecho de que a dichas tertulias asistía el entonces joven y desconocido músico Atahualpa Yupanqui, así como un Ariel Ramírez niño.
El círculo de amistades santafesino era semejante al de Luján: amigos que se reunían para debatir ideas, para degustar en compañía música clásica y folklórica. Liber siempre viajó solo, al menos durante esta etapa de su vida, pero allí adonde iba, enseguida tomaba contacto con la gente, sabía relacionarse: la soledad era buena abogada en la causa de la amistad. Así es que allí adonde fue sembró amistades, fructíferas relaciones, y en ese sentido nunca se sintió solo.
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